El segundo domingo de Pascua, y domingo de la Divina Misericordia, el Papa Francisco celebró la Santa Misa, a las 9.00 de la mañana en la Basílica Vaticana, por el centenario del martirio armenio con el rito di proclamación de San Gregorio de Narek como Doctor de la Iglesia.
Asistieron a esta solemne celebración el Señor Serž Sargsyan, Presidente de la República de Armenia; y los Patriarcas y Obispos: Su Santidad Karekin II, Patriarca supremo y Catolicós de todos los armenios; Su Santidad Aram I, Catolicós de la Gran Casa de Cilicia; y Su Beatitud Nerses Bedros XIX, Patriarca de Cilicia de los Armenios Católicos; los dos Catolicosados de la Iglesia Apostólica Armenia y el Patriarcado de la Iglesia Armenio-Católica.
Antes de la celebración Eucarística, el Santo Padre saludó con afecto a todos ellos dirigiendo unas palabras a los fieles armenios.
En diversas ocasiones – dijo Francisco – he definido este tiempo “como un tiempo de guerra, una tercera guerra mundial ‘por partes’, en que asistimos cotidianamente a crímenes feroces, a matanzas sangrientas y a la locura de la destrucción”.
Lamentablemente – dijo también el Papa – aún hoy oímos el grito sofocado y descuidado de tantos hermanos y hermanas nuestros inermes, que a causa de su fe en Cristo o de su pertenencia ética son asesinados pública y atrozmente – decapitados, crucificados, quemados vivos –, o constreñidos a abandonar su tierra.
También hoy – dijo el Obispo de Roma – estamos viviendo una especie de genocidio causado por la indiferencia general y colectiva, por el silencio cómplice de Caín que exclama: “¿A mí qué me importa?”; “¿Acaso soy yo el custodio de mi hermano?”.
El Pontífice afirmó que “hoy recordamos, con el corazón traspasado de dolor, pero lleno de esperanza en el Señor Resucitado, el centenario de aquel trágico hecho, de aquel exterminio terrible y sin sentido, que sus antepasados padecieron cruelmente”, por lo que es necesario recordarlos, “es más, es obligado recordarlos, porque donde se pierde la memoria quiere decir que el mal mantiene aún la herida abierta; esconder o negar el mal es como dejar que una herida siga sangrando sin curarla”.
Con la firme certeza de que el mal nunca proviene de Dios, infinitamente Bueno, y firmes en la fe, el Santo Padre añadió: “Profesamos que la crueldad nunca puede ser atribuida a la obra de Dios y, además, no debe encontrar, de ningún modo, en su santo Nombre justificación alguna”.
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