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“La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen del anonadamiento de Jesús. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre”, lo recordó el Papa Francisco en su homilía en la Misa del Domingo de Ramos. La Plaza de San Pedro, magníficamente adornada para la ocasión con numerosos olivos y flores, fue el marco en el que el Pontífice presidió la Procesión y la bendición de las Palmas y la celebración de la Pasión del Señor.

Ante miles de fieles y peregrinos italianos y procedentes de numerosos países, el Obispo de Roma recordó en su homilía que “hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas”.

La Liturgia de hoy – señaló el Sucesor de Pedro – nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. Por ello, el apóstol Pablo, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo. “Estos dos verbos, precisó el Santo Padre, nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, Él que no conoce el pecado”.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo», afirmó el Papa, es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús, dice el Pontífice, llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible.

“Precisamente aquí, subrayó el Obispo de Roma, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión”. Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo por nosotros; ¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por Él y por los otros! Pero si queremos seguir al Maestro, afirmó el Papa, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo.

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