LA IGLESIA, COMUNIDAD EDUCATIVA DE ... ... PERSONAS NUEVAS PARA UNA NUEVA SOCIEDAD

Por: Mons. Oscar M. Brown J.

Obispo de la Diócesis de Santiago de Veraguas

 

Dios vive en comunidad. No es una unidad indiferenciada, sino una comunión de personas, iguales en dignidad, que lo tienen todo en común, y que se definen por sus mutuas relaciones: el Padre continuamente está engendrando al Hijo. Este es engendrado, y el Espíritu es el amor que los une íntimamente. La historia de la salvación es el dinamismo de la incorporación de la humanidad en esta comunión indivisa.

Esto se realiza por las misiones o envíos procedentes de Dios. En efecto, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos la condición de hijos suyos adoptivos. Ésta se alcanza por la recepción del Espíritu, que procede del Padre y del Hijo. (cf Gal 4:4-7).

 

En el prólogo del evangelio de Juan se resumen estos hechos, proclamando que la Palabra creadora y redentora, que existe desde siempre junto al Padre, vino al mundo como luz, para disipar las tinieblas del pecado y de la muerte, para comunicar la vida misma de Dios. Los que la acogen, por la fe y la conversión, se hacen hijos de Dios, es decir, nacen de nuevo por el agua y el Espíritu, y deben crecer en esta condición hacia la madurez de Cristo. El misterio pascual de Cristo, su encarnación, pasión, muerte, resurrección y efusión del Espíritu nos permite incorporarnos en la comunión de vida que es Dios, por los sacramentos de iniciación cristiana: el bautismo, la confirmación y la eucaristía (cf Jn 1:1-18): La existencia cristiana tiene, pues, una estructura trinitaria. En ella damos gloria al Padre, por el Hijo, con él y en él, por medio de su Espíritu, recibido en nuestra iniciación. Cristo es el sumo sacerdote que con una sola oblación, la de su cuerpo, realizada una vez por todas, quita el pecado y hace posible la comunión de vida con Dios. Por esto mismo, es el verdadero cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (cf Hb 7:26-28), y el auténtico pontífice misericordioso y fiel, capaz de ayudarnos en nuestra lucha contra el pecado y la injusticia (cf Hb 2:17-18).

Como pontífice, Cristo construye un puente entre Dios y los hombres. Es el único mediador, capaz de unir a los hombres con Dios y entre sí. Y la Iglesia, su cuerpo y esposa, prolonga esta misión en el mundo. Por eso, el concilio Vaticano II nos ha dicho que la Iglesia es, “en Cristo, como un sacramento, signo o instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”. (Lumen gentium 1).

 

Como sacramento de la unidad, la Iglesia es un misterio de comunión y misión. Su Señor la envía con la fuerza de su Espíritu al encuentro del mundo, herido por las divisiones y los conflictos, a construir auténticas comunidades humanas, como madre y maestra de una nueva humanidad, casa y escuela de comunión, dechado de la comunión de los santos, que comparten las cosas santas: la fe, los sacramentos y los carismas, y viven en comunión afectiva y efectiva.

Como comunidad educativa de personas nuevas, debe formarlas como discípulas y misioneras, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo lo que el Señor ha mandado. (cf Mt 28:16-20).

Su misión principal es evangelizar, anunciar el misterio pascual de Jesucristo, que, por la fe y la conversión, suscita hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, miembros de la familia de Dios. De este modo, es semilla del Reino de Dios e instrumento para construirlo.

La Iglesia debe llevar el Evangelio a la cultura contemporánea, para superar la brecha entre fe y cultura, el drama mayor de nuestra época, según el parecer del papa Pablo VI. La evangelización de la cultura es absolutamente necesaria, a despecho de los que quisieran restringir la religión al ámbito de lo privado.

Para evangelizar la cultura, urge comprender las mentalidades y actitudes del mundo actual, e iluminarlas desde el Evangelio; y también incidir en todos los niveles de la vida humana, para hacerla más digna. Esta evangelización depura los modelos de comportamiento, los criterios de juicio, los valores dominantes, los intereses mayores, los hábitos y costumbres que sellan el trabajo, la vida familiar, social, económica y política. Como bien señala el Siervo de Dios Juan Pablo II, “la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe, pues una fe que no se hace cultura es una fe no acogida plenamente, no pensada por entero, no fielmente vivida”. (Discurso en la UNESCO, 9).

Al evangelizar, debemos educar al cristiano para que procure armonizar su fe con su vida, inserta en realidades históricas y culturales.

Todos los miembros de la Iglesia comparten su misión evangelizadora, según su propia condición: Los fieles laicos, gestionando los asuntos temporales con espíritu evangélico, en la familia, la escuela, el trabajo, la política, los medios de comunicación, etc. Su nota característica es la secularidad. Deben promover el Reino de Dios, insertos en el mundo, como testigos de la Iglesia. Son también testigos del mundo en la Iglesia.

Los consagrados, por su parte, enriquecen la misión de la Iglesia con el testimonio de las realidades escatológicas, es decir, definitivas, mediante el seguimiento radical de Cristo pobre, obediente y casto. Esto lo hacen cumpliendo los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, vividos en el seno de una comunidad religiosa o en el mundo.

La participación de los ministros ordenados consiste en prestar el servicio de la autoridad al pueblo sacerdotal, profético y regio, haciendo presente a Cristo, cabeza y esposo de la Iglesia, por la instrucción, la santificación, y el gobierno pastoral.

La acción maternal y magisterial de la Iglesia abre surcos y fluye en todos los ambientes educativos, formales, no formales o informales.

Recordemos que la educación formal es la que se recibe en la escuela formal, que tiene objetivos y planes, programas, estructuras formativas y contenidos específicos, y otorga títulos. La educación informal, en cambio, carece de planes y programas específicos, y se gesta en las circunstancias ordinarias de la vida, como la familia, los medios de comunicación social, el comercio, la política, etc. La educación no formal, finalmente, puede tener objetivos, planes y programas pero no otorga títulos académicos. Aquí incluiríamos la catequesis parroquial, la formación sindical y cooperativista y la capacitación práctica para manejar determinadas herramientas.

En todos estos ámbitos, la Iglesia debe contar con verdaderos evangelizadores evangelizados: personas nuevas, capaces de construir una nueva sociedad, más justa y fraterna que nos acerque al Reino de Dios.